Eduard Balsebre. Asociación para la promoción de la Ruta de la Seda AMU DARIA
Khiva: un oasis entre desiertos
Mientras cortamos por la mitad una radiante y jugosa “tarbuz“ (sandía en uzbeko), Nadir, mi joven anfitrión, a quien conocí en su tienda familiar dedicada a la artesanía del cobre, deja fluir suavemente una historia que dice así: Cuenta la leyenda que Sem, el hijo de Noé, erraba al frente de su tribu desde hacía semanas por las arenas negras del desierto de Karkum y se dirigía hacia las llanuras estériles y pedregosas del desierto de Kizilkum en el corazón de Asia Central.
Una tarde, al caer el sol, acampó a un día de camino de un río próximo, el río Oxus, conocido actualmente como Amu Daria. Aquella noche, en sueños, vio miríadas de luces como si un numeroso ejército avanzara en la oscuridad a través de las dunas del desierto portando cada soldado una antorcha encendida. Turbado por el sueño, y en medio de fríos sudores, Sem despertó a sus hombres y les ordenó amontonar arena hasta levantar un cúmulo que diera la sensación de una fortaleza. Pronto, los constructores de esta estructura dieron muestras de cansancio y de sed, así que decidieron excavar un pozo en las cercanías para buscar agua fresca con que calmar su ansiedad y así, continuar con su labor.
En el pozo comenzó a manar agua de insólita dulzura. Los hombres sorprendidos por su sabor exclamaron: “Khei-vakh, Khei-vakh”, mientras iban pasando de mano en mano los odres llenos de este delicioso manjar. Esta expresión de alegría significaba: “Que agua tan maravillosa tiene este pozo”.

Y así afirma Nadir, igual que los habitantes de estas tierras han asegurado siglo tras siglo, es como nació Khiva, un oasis entre dos desiertos, una de las ciudades no sólo más importantes sino de inigualable belleza de la Ruta de la Seda. Paseando por esta ciudad, el hechizo de las caravanas de camellos, las ricas mercancías y la mezcla de lenguas y religiones de la Ruta de la Seda siguen viviendo entre sus murallas de barro, sus callejuelas empedradas, el repiquetear de los martillos de los artesanos que moldean el cobre, el resplandor de los ornamentos en las mezquitas y madrasas o entre las voces de sus comerciantes.
Ichan Qala es la antigua ciudadela de Khiva, capital del “khanato” o estado de Khorezm en la tardía Edad Media, su extensión e influencia duró desde el año 1512 hasta 1920 con la creación de la Unión Soviética. El “khanato” estaba formado por diferentes “begliks” (dominios feudales) bajo el dominio de un “hakim” (o señor) y unidos por acuerdos comerciales o familiares; todos ellos reconocían la autoridad del “khan” que los unía política, religiosa y económicamente bajo su mando.

A Ichan Qala se la considera un museo al aire libre calificado como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Escondidos entre su muralla de barro de casi dos kilómetros de longitud, ocho metros de altura y seis metros de grosor, el corazón medieval de la vieja ciudad alberga dos palacios, más de sesenta madrasas y mezquitas, mausoleos, un mercado cubierto, un caravanserai, un hammam y varios grupos de viviendas.

Durante el día, Nadir me acompaña en el deambular por sus calles y nos dejamos perder por edificios monumentales como la antigua Ciudadela de Kuna-Ark, con el palacio Kurinysh, el arsenal y la casa de la moneda; el Palacio de Tash–Khauli, con su patio ceremonial; la Mezquita de Juma que cuenta con un bello patio interior rodeado de delgadas columnas de madera labrada caracterizadas por el estrecho cuello entre la base y el fuste; o el Minarete de Islam –Khoja– de casi cuarenta y cinco metros de altura, erigido con ladrillo cocido y decorado con cerámica vidriada azul. No parecía exagerar el poeta Mohammed Riza cuando al describir la belleza de esta ciudad afirmó: “… sus edificios rivalizan con el sol y son puro deleite para el corazón y los ojos…».
Más tarde visitamos el complejo de mausoleos de Pakhlawan Mahmud, un legendario poeta y guerrero, con su singular cúpula azul turquesa y la impresionante decoración interior de la sala completamente revestida de fayenzas que irradian solemnidad y espiritualidad; la madrasa de Muhammad Rahjim Khan con su amplio patio exterior; el caravasar de Allah Quli Khan en el que una cadena de habitaciones rodea en dos pisos el patio central: abajo, se almacenaban las mercancías, y arriba vivían los comerciantes; o la madrasa más grande de Khiva: Muhamad Amin Khan, que dispone de una mezquita cubierta por una bella cúpula.
Esperando las últimas luces del atardecer me despido con un fuerte abrazo de Nadir que parte hacia su hogar y me deja en soledad a la luz de una mortecina farola descansando en un banco de piedra adosado al Kalta Minor (“minarete corto”), una impresionante torre cilíndrica cubierta de mosaicos de múltiples tonalidades de azul: turquesa, celeste, marino, lavanda y zafiro que relucen bajo la luz anaranjada del sol al irse a dormir. Así, los veintiséis metros de Kalta Minor se convierten en un fantasmagórico faro que guía el manto de resplandecientes estrellas que comienzan a cubrir el firmamento.

Su nombre nos remite a su inconclusa función de minarete, pero aún así su altura supera las murallas de la ciudad y su tamaño ensombrece las mezquitas circundantes. En el año 1850 el Khan Abu al-Ghazi Muhammad Amin Bahadur mandó construir el minarete más alto del mundo proyectado para alcanzar los setenta, o incluso los ciento diez metros de altura. Esta obra, sin embargo, nunca llegó a ver su fin.
Una leyenda nos relata los acontecimientos que acompañaron a su construcción: las obras avanzaban rápidamente a los ojos de toda la ciudad. El arquitecto dedicaba día y noche a su gran proyecto y el khan se sentia más poderoso y temido. Pero un buen día, el ministro responsable de la construcción subió a inspeccionar los avances y, desde la altura de esa magnífica atalaya, pudo ver a las mujeres del harén del Khan en los patios del palacio sin velo que las cubriera. Escandalizado, informó raudamente al Khan que ordenó paralizar las obras, detener al arquitecto y hacerle pagar por su atrevimiento.
Otras versiones de la leyenda nos descubren nuevos matices: la secreta relación de amor entre el arquitecto y una de las esposas del Khan que residía en el harén, la cual cada día era observada furtivamente desde el Kalta Minor por los enamorados ojos de su amante hasta que fueron descubiertos. El Khan ordenó un final trágico para los dos y, al mismo tiempo, decidió mantener inconcluso el minarete como muestra de su poder absoluto. Y, por último, existe una versión más prosaica donde se comentan la falta de fondos para concluir la obra.
Se hace de noche en Khiva, si cerramos los ojos y nos dejarnos adormecer por la brisa del cercano desierto seguramente sentiremos los susurros de nuevas leyendas… Nos esperan el calor de los poemas, las oraciones de los mercaderes, el fragor de antiguas batallas y los cantos de los enamorados. Me despido de Khiva… Nos esperan otros secretos del Uzbekistán…
Samarcanda: el rostro más bello
“A veces, en Samarcanda, al atardecer de un día lento y triste, los ciudadanos ociosos van a deambular por el callejón sin salida de las dos tabernas, cerca del mercado de las pimientas, no para degustar el vino almizclado de Sogdián, sino para espiar idas y venidas u hostigar a algún bebedor achispado, al que arrastrarán por el polvo, cubrirán de insultos y condenarán a un infierno cuyo fuego le recordará hasta el fin de los siglos el rojo reflejo del vino tentador. De un incidente parecido nacerá el manuscrito de las Ruba’iyyat en verano de 1072. Omar Jayyám tiene veinticuatro años y hace poco tiempo que llegó a Samarcanda…”
Este sublime relato del escritor libanés Amin Maalouf me había traído hasta Samarcanda. Hacía pocas horas de mi llegada, y la primera impresión era cercana a la decepción al no encontrar ni un laberinto de oscuros callejones ni tabernas llenas de vida.
Un mundo de leyendas reales o imaginadas se habían formado en mi interior de la mano de Schehrazade, Alejandro Magno, Omar Jayyam, Ella Maillart, Amir Temur (Tamerlán), Rui González de Clavijo, Händel, Marco Polo, Gengis Khan o Jinyong, y ahora unas tempranas dudas comenzaban a asomar en mi ánimo. Era consciente de la dificultad de encontrar en la ciudad del siglo XXI el espíritu de un pasado glorioso de 2.750 años de antigüedad laureado por poetas, letrados y músicos con epítetos como: “Jardín del alma”, ”Espejo del mundo”, “Piedra preciosa del Islam”, “Centro del Universo” o “Perla de Oriente”, pero no quería perder la esperanza…

Mientras oteaba la danza entre el desencanto y la autocompasión, me encontraba reposando de los meses de viaje en el pequeño patio interior cubierto de vides que refrescaban el albergue donde me alojaba, cuando Narim, el hostelero, apareció con una descuidada montaña de papeles que se balanceaba entre sus manos. Los dejó caer sonoramente encima de la mesa y, con una mirada condescendiente, me acercó un raído mapa de la ciudad llamando mi atención.
Sus manos comenzaron a dibujar una melodía de legendarios nombres señalando en el plano monumentos y mezquitas, fuentes y callejuelas, mausoleos y jardines y pronto, en una mezcla de ruso, tayiko y francés, me descubrió el alma de Samarcanda: Sher-Dor, Tilla Kari, Shahr-i-Zindah, Gur-emir, Bibi Khanum, Kazi Zade Rumi, Shirin Bika Aga, Afrasiab, Registán y los omnipresentes Tamerlán (Amir Timur), el gran conquistador nómada que devolvió su esplendor a Samarcanda y su nieto, Ulugh Beg, el príncipe astrónomo y matemático que deslumbró por la precisión de sus descubrimientos.

A cada nuevo nombre aparecía un viejo papel de entre el montón iluminando mi alma viajera y, con el paso de los siguientes días, surgió sutilmente, en pequeños susurros de suaves colores turquesas acompañados del rumor de las oraciones y de los olores de las especias y carnes, una Samarcanda monumental donde las mezquitas y minaretes rivalizaban en belleza con mausoleos y templos.
Al día siguiente, con las primeras luces me dirigí a visitar los restos del gran observatorio astronómico Gurkhani Zij que construyó en el año 1428 Ulugh Beg, nieto de Tamerlán y breve soberano del imperio timúrida.

Aquí destaca el inmenso sextante de casi cuarenta metros de radio que sirvió para calcular la posición de las estrellas en el firmamento, los solsticios o la eclíptica, y para elaborar seguramente el mejor catálogo estelar de la Edad Media, el Zij-i-Sultani, donde se detallan 1.018 estrellas. Pero además, Ulugh Beg calculó con extraordinaria precisión la duración del año sidéreo con un ligero error de sólo 58 segundos.
Paseando mi atención por la exactitud de estos datos de hace casi seiscientos años, sentí una presencia desconocida, era como si en mi interior las leyendas tomaran forma y los personajes presentaran sus credenciales… Seguramente el calor sofocante de la ciudad me llevaba a la fascinación de la Samarcanda leída en mi adolescencia. Los días siguientes los dediqué a visitar una y otra vez dos lugares: la necrópolis de Shahr-i-Zindah y la plaza del Registán.

Unas suaves colinas coronadas por más de treinta mausoleos y criptas y un cementerio musulmán forman Shahr-i-Zindah (“Tumba del Rey Vivo”). Cuenta la leyenda que Qusam ibn-Abbas, un primo del profeta Mahoma, introductor del Islam en Asia Central, estaba orando en este lugar cuando fue decapitado por un infiel, pero sosteniendo su cabeza entre las manos se dirigió a una tumba donde continuó con vida (y aún se comenta que allí sigue) convirtiendo este lugar en su santuario y lugar de peregrinación de los fieles.
Será en el siglo XV cuando llegará a ser la necrópolis de la dinastía timúrida (iniciada por Tamerlán) y de las personas destacadas de la sociedad de Samarcanda como el astrónomo Kazi Zade Rumi, la hermana de Tamerlán llamada Shirin Bika Aga, su sobrina Shadi Mulk Aga o el general de su ejército, Amir Burunduk.
La belleza de los edificios, la hermosa decoración de cada uno de sus detalles grabados en azul cielo, los suaves rezos que cuidan en espiritual melodía el silencio de los mausoleos, hacen de este lugar un paraíso para la meditación y la imaginación. Sentado en una escalinata, a la sombra de un arco de piedra, un verso llega a mis oídos, son las dulces palabras del poeta: “Samarcanda, el más bello rostro que la Tierra volvió jamás hacia el sol«. Sorprendido, giro mi cuerpo y busco con la mirada: no hay nadie, sólo el silencio y un refinado olor a vino y a miel que desaparece en los blancos muros… De nuevo, Samarcanda me invita a la leyenda…

Cuando aparecen las luces del atardecer llega el esperado momento de visitar el Registan (“lugar de arena”) y descubrir su grandiosidad imperial. Alrededor de una gran plaza, la que fue el centro medieval de Samarcanda, se encuentran tres impresionantes madrazas.
En el oeste, la madraza de Ulugh Beg (1420) es un homenaje al estudio, a las ciencias, a la filosofía y a la astronomía y, enfrente, observándola con el cariño de los descendientes, se encuentra la madraza de Sher-Dor (1636) con sus dos rugientes leones (o tigres) que iluminan los atardeceres con dorado esplendor. En medio de las dos y rodeando la plaza, la madraza Tilla Kari (1660) despide los últimos rayos de sol desde su delicada cúpula azul.
Y fue así, como en un lento pasear, en observación relajada y sin perturbar el paso sosegado del tiempo, Samarcanda me ofreció un nuevo rostro, lleno de matices, orgulloso de su pasado…

Imperceptiblemente, me sentía atrapado en el paisaje de su alma y me era difícil despedirme de sus leyendas. Quedan para otra ocasión los relatos del pasadizo secreto del Mausoleo de Gur-emir, del origen del cuaderno de blanquísimas hojas de papel chino que vio nacer las famosas “Robaiyyat” de Omar Jayyam, de la vida de Bibi Khanum, la esposa de Tamerlán, de la leyenda del anciano Rey de Samarcanda que quería escapar a la muerte o de las catástrofes que supuestamente ocasionó el arqueólogo Mikhail Gerasimov…
En la última noche de mi estancia en esta ciudad, sentado de nuevo a los pies del Registan, vislumbraba el brillo dorado de sus mosaicos con el secreto deseo de ver aparecer en la puerta de su madraza al espíritu del sabio Ulugh Beg y poder así agradecerle la belleza de su ciudad y la hospitalidad de su pueblo…
Y no lo dudéis, no faltó a la cita pues llegó puntualmente sólo 58 segundos más tarde…
Bujara, la lenta arena del reloj
“Vive felizmente con las de ojos negros
que el mundo no es nada más que viento y fábula.
Alégrate de lo que has conseguido
y no recuerdes el pasado.
Para mí aquel rizado y perfumado cabello,
para mí aquella cara de luna que es de raza de ángeles.
Afortunado es el que utiliza y obsequia,
desafortunado el que no utiliza y no ofrenda.
Este mundo de anhelo es como el viento y la nube,
acerca el vino, ¡pase lo que pase!”
Este breve poema inundaba el dostarkhan (mesa elevada del suelo decorada con coloridas alfombras) donde yacíamos reposando. Mis anfitriones, un padre y sus dos hijos que acababan de llegar de trabajar del campo, me canturreaban estos versos de Rudaki (858-941) -el gran genio y fundador de la literatura persa, poeta oficial de la corte de Bujara que loaba con sus cantos a la naturaleza, a la nobleza y a los ideales del ser humano-, mientras degustábamos con profundo placer un abundante y sabroso plov, el plato nacional de Uzbekistán. La versión culinaria típica en las casas de Bujara es el Mayizli Plov compuesto de arroz, zanahorias amarillas, cebollas, pasas, comino, ajo, pimienta o azafrán y al que, ocasionalmente, se le puede añadir carne de cordero o de vaca.

Así es el atardecer en la milenaria Bujara: familias tayikas reunidas en el Labi-Hauz (traducido literalmente: “alrededor de la piscina o del estanque”), en largas conversaciones que se mezclan con olores y aromas, restaurantes y salones de té ( tchaï-khana) rodeando el estanque donde se bañan los niños saltando alegremente desde los árboles que dan sombra a toda la plaza. Un murmullo de vida recorre el centro de la ciudad y fluye hacia el interminable laberinto de calles estrechas y paredes blancas, de casas que relucen anaranjadas con los últimos rayos de luz del día, de bazares cubiertos rebosantes de mercancías (alfombras, sedas, lanas, objetos de cobre, joyas y orfebrería) o de majestuosas mezquitas y madrazas de cúpulas azules.
La exquisita hospitalidad de esta ciudad, que durante siglos ha sido hogar de judíos, zoroastrianos, musulmanes y sufíes, nos descubre un mundo de historias, relatos y leyendas. Con un suave gesto de la mano, Abduali, el padre, me muestra los edificios y monumentos que nos rodean: al norte del estanque se encuentra la madraza de Kukeldash (1569), que hace años fue la mayor escuela coránica de toda Asia Central; delante de nuestros ojos, al este, aparece la madraza de Nadir Divanbegi (1622) con las representaciones de dos majestuosas aves ataviadas con los colores blanco (símbolo de la paz), celeste (del cielo y del agua) y verde (de la naturaleza); y al oeste se alza la khanaka -centro espiritual sufí- de Nadir Divanbegi (1620).

A pocos metros aparece la curiosa estatua del Mulá Nasrudín, un personaje mítico de las enseñanzas sufíes, protagonista de breves historias de la tradición oral y la cultura popular de grandes territorios de Asia y Oriente Próximo. Sus relatos cómicos contienen alguna reflexión expresada en forma de parábola y a menudo cercana al humor absurdo:
Cierta mañana, Nasrudín envolvió un huevo en un pañuelo, se fue al centro de la plaza de su ciudad y llamó a los que pasaban por allí:
– “¡Hoy tendremos un importante concurso!”, dijo. “Quien descubra lo que está envuelto en este pañuelo recibirá de regalo el huevo que está dentro”.
Las personas se miraron, intrigadas. Nasrudín insistió:
– “Lo que está en este pañuelo tiene un centro que es amarillo como una yema, rodeado de un líquido del color de la clara, que a su vez está contenido dentro de una cáscara que se rompe fácilmente. Es un símbolo de fertilidad y nos recuerda a los pájaros que vuelan hacia sus nidos. Entonces, ¿quién puede decirme lo que está escondido?”
Todos los habitantes pensaban que Nasrudín tenía en sus manos un huevo, pero la respuesta era tan obvia que nadie quiso pasar vergüenza delante de los otros. ¿Y si no fuese un huevo, sino algo muy importante, producto de la fértil imaginación mística de los sufís? Un centro amarillo podía significar algo relativo al sol, el líquido a su alrededor tal vez fuese algún preparado de alquimia. No, no, aquel loco estaba queriendo que alguien hiciera el ridículo.
Nasrudin preguntó dos veces más y nadie se arriesgó a decir algo impropio. Entonces, abrió el pañuelo y mostró a todos el huevo.
– “Todos vosotros sabíais la respuesta”, afirmó, “y nadie osó traducirla en palabras. Así es la vida de aquellos que no tienen el valor de arriesgarse: las soluciones nos son dadas generosamente, pero estas personas siempre buscan explicaciones más complicadas, y terminan no haciendo nada. Sólo una cosa convierte en imposible un sueño: el miedo a fracasar.”

Con la sonrisa en los labios seguimos conversando mientras disfrutamos del té caliente. Labi-Hauz suma a su encanto un elemento tradicional de la religión y cultura islámica, el uso de las aguas del estanque como un espejo donde se reflejan de día la belleza de los edificios, y de noche la infinidad de los cielos, de las estrellas y de los astros. El Corán habla del agua como una muestra del orden y la armonía espiritual, como una bendición que cae del cielo, como el origen de la vida y del ser de todas las cosas. El agua es, en fin, símbolo de la pureza y, en consecuencia, instrumento habitual de la purificación antes de la oración. No en vano dijo Ibn Arabi (1165-1240), el mítico sufí, filósofo, poeta, viajero y sabio musulmán andalusí:
“El agua es ella misma espíritu, puesto que da vida de sí […]. El agua es el origen de la vida en todas las cosas. Debes saber que el amor es el secreto de la vida y fluye por el agua, que es el origen de los elementos y de los principios […]. Nada hay en ella, nada, que no esté vivo […]; el agua es el origen de todo.”

En pocas horas Bujara, conocida como “la perla del Islam” o “la ciudad sagrada de Asia Central” -gracias al pasado esplendor de sus 360 mezquitas y 80 madrazas donde la leyenda decía que, desde ellas, el sol brillaba hacia arriba-, me había ofrecido tradiciones, cultura, aromas y sabores milenarios. Me despedí de Abduali y sus hijos citándonos para el día siguiente a la misma hora y en el mismo lugar, y decidí que no sería mañana cuando visitaría el complejo de Poi Kalyan, con su impresionante minarete, la mezquita de Kalyan (1514) y la madraza de Mir-i-Arab (1539), el mausoleo de Ismail Samani (892-943), la ciudadela Arq, el Hammam de Bozori-Kord o los espectaculares bazares cubiertos de Taqi-Sarrafon (de especias y hierbas), Taqi-Telpak Furushon (de alfombras y telas) y Taqi-Zargaron (de joyas y orfebrería). Ahora sabía que Bujara era el alto en el camino donde, como en un antiguo reloj de arena, el tiempo avanzaba más lentamente, y así me dirigí, despreocupadamente, por las estrechas callejuelas, llevado por las últimas palabras de mis nuevos amigos:
“Cuenta la leyenda que el gran sabio, médico y filósofo Ibn Siná (Avicena), nacido en Bujara, quiso vencer la muerte y alcanzar la inmortalidad. Preparó para ello cuarenta productos diferentes que su discípulo debía administrarle, en un orden preciso, en el momento mismo del paso de la vida a la muerte. El discípulo comenzó a cumplir con ardor su tarea y advirtió asombrado que, a medida que inyectaba los medicamentos prescritos en el cuerpo inerte de su maestro, éste perdía su rigidez y rejuvenecía notoriamente, el rostro recobraba sus colores, la respiración recomenzaba. Faltaba por administrarle la última ampolla, cuando el discípulo, impaciente, no pudiendo dominar su alegría la dejó caer al suelo y el líquido misterioso se derramó en la arena…”
Iluminado por las tenues luces de las farolas, me sorprendí mirando el brillo de la arena callada bajo mis pies…
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