Guillem Castañar. Lector AECID en Tashkent, Uzbekistán.
A principios de los años noventa, cuando el Imperio Soviético se volatilizó, aparecieron en el mapa las cinco repúblicas centroasiáticas de la difunta URSS. Para muchos occidentales apareció un nuevo agujero en el atlas, como aquellos vacíos africanos que obsesionaron por igual al enigmático Almásy y al Conrad del Corazón de las tinieblas. Un corazón perdido en Asia buscaba Colin Thubron, aunque dudo de que llegara a encontrarlo. Por su posición geográfica, y a juzgar por lo escrito en algunos folletos turísticos, el corazón de esa zona es Uzbekistán. No solamente por su posición central, rodeada de las demás repúblicas, sino también porque dentro de sus fronteras se erigieron algunas de las ciudades más famosas de la Ruta de la Seda: Bujara, Samarcanda y Jiva.
Trabajo en Tashkent, la capital de Uzbekistán. Soy lector de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo en la facultad de Filología Hispánica –la única de las cinco repúblicas– de la Universidad Estatal Uzbeka de Lenguas Mundiales. En su origen un departamento de lengua castellana dentro de la facultad de Románicas, fue creada a petición del presidente uzbeko Islam Karímov tras su primera visita a España en 2003. Se habilitó para la recién creada institución un pequeño edificio de tres plantas en el corazón de Chorsu, el bazar más céntrico y abigarrado de la capital. Las avenidas anchas de esta ciudad, así como sus rotundos edificios de hormigón, dejan poco espacio a la imaginación exotizante. Sin embargo, cuando visité la facultad por primera vez en septiembre de 2008, me di cuenta de que me tocaba enseñar lengua rodeado de sonidos, olores y vistas desconocidos para mí hasta entonces en un aula: música tradicional con bases electrónicas, carne de cordero demasiado frita o una madraza con cúpulas de color turquesa que no se escapaba desde ningún ángulo de la ventana.

El trabajo que llevan a cabo los profesores de la facultad es encomiable: pertrechados con manuales estructuralistas de épocas pretéritas, acosados por las dudas propias de quien ha aprendido una lengua extranjera sin salir de casa y en aulas multiculturales (uzbekos, rusos, coreanos, tártaros, tayikos…) y plurilingüísticas en ocasiones, enseñan la lengua española, que modifica ligeramente sus proporciones al pasar por el filtro de la facultad de Filología. Trabajan, como ellos mismos dicen repitiendo maquinalmente alguna consigna añeja, por puro entusiasmo. Los estudiantes me asedian a preguntas; en Uzbekistán hay muy pocos profesores nativos de español y durante dos años fui, por lo que sé, el único que había en todo el país. Pocas dudas sobre el subjuntivo, escasos comentarios acerca de los cambios vocálicos en la raíz de los verbos en el presente de indicativo: ¿Es verdad que en España no puedes sentarte junto al taxista? ¿Es cierto que al mediodía absolutamente (ab-so-lu-ta-men-te) todos los comercios están cerrados? ¿Cuántas horas dura la siesta? Hay quien me canta la alineación del Barcelona y quien me mantiene informado de los despropósitos perpetrados por el último representante del famoseo de sobremesa en la Península. Es imposible averiguar de donde sacan esa información. Esa curiosidad miscelánea, esos esfuerzos individuales y únicos por comprender algo de mi país me producen un agradable cosquilleo. Hasta que lanzan la que habrá de repetirse infinitamente: ¿Conozco bien a Alisher Navoi, al Cervantes uzbeko? Puedo ver un bronce entronizado antes de responderles. Mi negativa les confunde –también leo decepción en sus caras cuando no puedo detallarles las partes de una corrida– pero enseguida me explican: Navoi fue un poeta que vivió entre los siglos XV y XVI. Su gran mérito como literato consiste en haber cultivado el chagatai, la lengua turca que por entonces se hablaba en Asia Central, revistiéndola de categoría literaria. Compuso asimismo, aunque en menor medida, en persa y en árabe. Un Cervantes de las letras uzbekas. Otro literato subido a un pedestal.
Cuando en primavera de 2009 me invitaron a participar como ponente en una conferencia sobre el héroe literario de la República de Uzbekistán, hube de confesar que nunca lo había leído. Podría haberme negado a participar o haberme documentado; existen traducciones del autor a muchas lenguas. Quise, sin embargo, compartir una reflexión con los asistentes porque parece que a veces nos olvidamos de algo básico: los escritores se leen. O mejor dicho, leemos aquello que escriben. El encumbramiento del autor-personaje puede tener cierta utilidad en la construcción de señas de identidad oficiales. Sin embargo, la repetición del nombre de un literato –en particular si no lo hemos leído o lo hemos leído mal– no nos va a dar claves para entender mejor una determinada área geográfica. Ni la idealización de sus manifestaciones culinarias o el ensoñamiento en sus imaginados paisajes. Puede que sea mejor llevar a cabo una búsqueda particular e individual de aquello que nos apasiona de un determinado país. Más allá de enseñar lengua, he intentado en estos dos años y medio como docente en Tashkent, que me vieran como una fugaz manifestación del país en que nací, con gustos que difieren enormemente de otros con los que comparto pasaporte. A ras de suelo, sin pedestales. Tarea más dura de lo que parece.