Luis Sánchez
Nunca pude imaginar que aquel viaje, en el verano del año 2000, iba a cambiarme tanto la vida. Estudiante de Historia y Antropología de América Central en aquel momento, me uní a una veintena de ilusionados, desinformados y entusiastas jóvenes que pretendíamos colaborar en un proyecto humanitario centrado en un orfanato de Kirguistán.
Kirguistán. Entonces, el nombre de este país me sonaba tan extraño y desconocido como, supongo, para la mayoría de los que estáis leyendo estas líneas. Simplemente ni idea. Ni cómo podía ser, cuáles eran sus costumbres, su historia… apenas sabía (más o menos) dónde estaba.
Llegar por primera vez a un sitio tan desconocido e intrigante (al menos para mi lo era) es una experiencia inigualable; se descubre todo a cada momento. Uno se sorprende con cada gesto, con cada paisaje, cada vez que giras una esquina de cualquier calle. Kirguistán se abrió a mis ojos como un mundo totalmente nuevo, fascinante, lleno de matices, extravagancias, contrasentidos y con una atracción que ya no he podido (ni querido) quitarme de encima; rostros hasta entonces desconocidos, costumbres de las que no había oído hablar, nacionalidades de las que ni siquiera conocía su existencia…
Fue una verdadera iniciación.

Por supuesto, el verano siguiente repetí. Con cierto grado de experiencia, pude, sin embargo, descubrir muchas cosas más que se quedaron ocultas en el primer viaje. Profundicé en el conocimiento de la vida diaria de una ciudad, Bishkek, que es tranquila pero animada, sencilla pero deslumbrante, artificial pero natural.
Frente a la fachada de un “Palacio de la Ópera y Ballet” construido a semejanza del Bolshoi moscovita, las acequias que discurren junto a las aceras por toda la ciudad aportan un toque exótico, oriental; y acompañando el borboteo constante del agua, no se puede perder de vista las permanentemente nevadas cumbres de los montes Ala-Too, visibles desde cualquier punto de la ciudad. Una anciana rusa vendiendo libros viejos y parafernales soviéticas en la calle, miles de personas en el bazar central comprando y vendiendo alimentos, medicinas, ropa…
Así es Bishkek.
Fue también el momento en el que me metí de lleno en la vida de una familia kirguís típica. La que es mi mujer hoy en día, y parte de su entorno, tuvo que hacer sacrificios y esfuerzos para que pudiéramos estar juntos en una sociedad que se debate entre la herencia soviética atea y moderna con mentalidades conservadoras, religiosas y tradicionales. El hecho de que yo no fuera musulmán (la religión predominante en el país), y además extranjero, suponía un problema para algunas personas celosas de preservar las costumbres. Todo fue bien, sin embargo, la convivencia y la inevitable tolerancia que abunda entre sus gentes hicieron su trabajo y poco a poco fui siendo el español kuio-balá.

El hecho de decidir irme a vivir durante una temporada allí no hizo sino afianzar la confianza de algunos que, en un principio, no me aceptaron. No es que fuera un gesto heroico, ni mucho menos, pero en un país donde ha habido poco contacto con extranjeros y, cuando lo ha habido, ha sido casi siempre desde una posición de superioridad de estos últimos hacia la población local, mi decisión causaba incluso alguna admiración entre algunos. Pedí un trabajo en la Universidad Nacional y, días después, allí estaba, dando clases a alumnos apenas más jóvenes que yo; eso sí, con un sueldo local, apenas 50 euros al mes. Puedo atestiguar las dificultades que encuentran las familias en el país para sacar adelante a sus hijos, cómo profesionales bien formados se han visto obligados a realizar trabajos precarios de la noche a la mañana, de la terrible y prácticamente inevitable corrupción que campa a sus anchas por todos los estratos del país…
Aquel año me enseñó mucho de muchas cosas, y me permitió conocer de primera mano cómo es la vida real de una sociedad, de un país tan extraño para nosotros y con tanta variedad cultural.
Quizá tenga ahora que señalar algunos detalles que pasan desapercibidos para el lector español respecto a la sociedad de Kirguistán, y en muchos sentidos, a la de Asia Central en general. He repetido varias veces que es una sociedad híbrida, mestiza, heredera de setenta años de vida y cultura soviética y de unas tradiciones muy anteriores, nómadas, pastoriles, chamanistas y esto es cierto, con matices. En una ciudad como Bishkek, seguramente un checo, polaco o ucraniano de más de cuarenta años puede sentirse casi como en casa; los edificios, el funcionamiento, los servicios… casi todo te retrotrae a la URSS, sobre todo teniendo en cuenta que gran parte de la infraestructura urbana sigue tal cual quedó en los años setenta. Hay una importante población rusa que, excepto la generación más joven, ha vivido a espaldas de la realidad cultural del resto de la región, sin aprender la lengua local, sin inmiscuirse en las tradiciones y sin participar mucho en la vida política. Pero no hay que reprochárselo todo a ellos… El hecho de que durante todo el periodo del dominio soviético el ruso fuera el idioma oficial, de que gran parte de los puestos directivos en las empresas públicas y el mundo académico fueran para rusos, y de que gran parte de forma de vida eslava se exportara a la región, esta población (así como una cantidad importante de locales que se adhirieron a esta nueva forma de vida), no tenía la necesidad de adoptar las costumbres e idiomas locales desde que llegaron a la república. Mientras duró la URSS, esta situación se mantuvo como un hábito en una sociedad sin apenas conflictos.

Después de alcanzar la independencia, sin embargo, los sentimientos nacionalistas empezaron a aflorar, empujados por las ansias de los dirigentes por crear una conciencia nacional inexistente hasta el momento; el uso del idioma kirguís no ha hecho más que crecer durante estos años (a pesar de que el ruso sigue siendo lengua oficial en el país), las costumbres tradicionales se han revalorizado y se nota un aumento de una conciencia étnica propia, que ha sustituido al anterior sentimiento de “hermandad” soviética.
Uno de los aspectos más importantes de la cultura tradicional kirguís es el de las estrictas normas sociales, las rígidas jerarquías familiares y el ocasional recurso a la religión, que hacen difícil que alguien de fuera se integre sólidamente en grupos sociales kirguises. Así, una multitud de pueblos, algunos de origen eslavo (rusos, ucranianos, bielorrusos), otros procedentes del Cáucaso (lezguines, chechenos, osetios…), vecinos de toda la vida (kazajos, uzbekos, tayikos, uigures, dungan…) y otros exiliados a la fuerza durante la II Guerra Mundial (alemanes, coreanos…) se funden a lo largo del país en una convivencia si no ejemplar, sí tolerante en casi todas las épocas y en todos los sentidos. He tenido la oportunidad y el orgullo de conocer personas de muchas de estas nacionalidades que con el tiempo se han convertido en amigos, y no es raro en Kirguistán poder celebrar la Pascua ortodoxa con una familia rusa, presenciar la ceremonia de circuncisión de un niño kirguís, bailar con lezguines en la celebración de un cumpleaños, asistir a bodas mixtas o cenar en casa de amigos coreanos.
Sin embargo, y a pesar de que me llevo bien con gente de diferentes nacionalidades del país, me considero parte del pueblo kirguís; no es que me hayan “adoptado” ni que reniegue de mis orígenes. Al contrario, estoy orgulloso de mis raíces, mi cultura y mi propia familia, y, además, de haber sido aceptado en una comunidad tan especial. Me siento afortunado de añadir a esa herencia propia, la experiencia de ser parte de una nueva sociedad, y, sobre todo, de ser reconocido como tal. Esto, evidentemente, conlleva una serie de derechos, y también de obligaciones, sobre todo de tipo familiar. Como decía antes, la cultura kirguís mantiene hoy en día una serie de rígidas jerarquías familiares, en la que la edad, el parentesco y el género definen en gran medida tu posición en la familia. Yo soy bastante afortunado, porque mi mujer es la mayor de sus hermanas y también entre todas sus primas y primos, lo que la da una preeminencia sobre ellas, y como consecuencia, a mi también. La verdad es que desde el principio, gran parte de la familia me trataba con cierta condescendencia, sin saber muy bien qué hacer con ese español insertado en su grupo… con el tiempo, la confianza y las ganas de integrarme se convirtieron en hábito, y pasé a ser uno más, con mi puesto (ganado) en la jerarquía. Resulta curioso cómo un pariente tuyo, pongamos un cuñado cualquiera, tiene que hacer gran parte de los “recados” simplemente porque es unos meses más joven que tú. Por supuesto, esto tiene su contrapartida, y es que uno debe ser respetuoso y casi servicial con los parientes más mayores, especialmente los ancianos, a los que se respeta con una fidelidad asombrosa para nuestra mentalidad.
Sin ser una sociedad ideal, Kirguistán tiene ciertos aspectos, como decía antes, que atrapa, y esto es algo que han podido comprobar algunas personas que han visitado el país. No es sólo ya su naturaleza virgen, sino el trato que te ofrecen sus habitantes. Una parte importante del atractivo del país es la extremada hospitalidad de sus habitantes; es una de las principales herencias del pasado nómada, un estilo de vida eminentemente colaborador como medio de subsistencia, que el pueblo kirguís ha sabido mantener y hace gala de ello. En cierta manera, esta manera de tratar al invitado se ha “contagiado” al resto de nacionalidades que viven en el país, y todas agasajan al visitante de la mejor de las maneras posibles. Esta familiaridad con la que se trata a todo el mundo hace que se creen y se estrechen unos lazos personales de una manera ya difícil de conseguir en nuestras sociedades frenéticas y un tanto impersonales.
Cada vez que visito Kirguistán, percibo una humanidad sencilla, unas relaciones primarias y sanas que me hacen imaginar que todos fuimos así, alguna vez, hace mucho tiempo.
PD: Para los curiosos y curiosas, no os dejaré con la duda… Kuio-balá en kirguís significa “yerno”; literalmente es “marido-hombre joven”, y lo usan los parientes, vecinos, e incluso paisanos en general que reciben en su comunidad al marido de una de sus miembros, que se convierte, él mismo, en un nuevo miembro de la comunidad.