Farda Asadov. Instituto de Estudios Orientales de la Academia de Ciencias de Azerbaiyán
El ser humano construye muros como medida de protección frente a amenazas externas por su propia seguridad. Según los historiadores, el mismo nacimiento de la civilización tuvo como base la construcción de esas defensas. Los árabes designan a la civilización con la palabra “tanaddun” (que viene a significar planeamiento urbano) o “jadara” (sedentarios). El primer lugar del que se tiene noticias de una ciudad amurallada es Jericó, cuyos muros fueron levantados en el VIII milenio AC. Esta antigua urbe significó el inicio de la vida urbana en la historia de la humanidad.
La erección de muros casi siempre ha supuesto una medida de defensa frente a potenciales enemigos, aunque, sin embargo, también se han levantado barreras para diferenciar distintos sistemas de valores, creencias, estilos de vida, etc. de aquellos que viven al otro lado de la frontera.
Este tipo de muros se han seguido levantando hasta nuestros tiempos. Uno de los casos más conocidos es el Muro de Berlín, que perduró desde 1961 hasta 1989, constituyendo una línea divisoria entre dos sistemas económicos e ideológicos enfrentados. El Muro de Cisjordania, construido en Israel con el pretexto de evitar el peligro del terrorismo islamista, no puede esconder las consecuencias negativas que tiene para las personas.
La aparición y el declive de los muros divisorios en Asia Central es la historia de la gradual superación de las diferencias entre los mundos nómadas y sedentarios, de los agricultores y los pastores. La Gran Muralla China se comenzó a construir en el s. III AC, marcando la máxima extensión por el norte del poder chino, que se vieron en la necesidad de protegerse de los ataques de los “bárbaros” y poder, así, consolidar los reinos conquistados en un verdadero imperio. La singularidad de esta construcción es que sigue siendo, hoy en día, un símbolo del estado y la civilización chinos.
La situación de la frontera oeste de Asia Central era diferente. Allí se levantaba el Muro de Gorgan, que bloqueaba el paso hacia el Caspio (por eso también se le llamó la Puerta del Caspio), y estaba destinado a impedir las incursiones de los nómadas centroasiáticos hacia el interior de Irán. Alejandro Magno cruzaría esta barrera en sentido contrario para penetrar en Asia Central.
La construcción de estas murallas comenzaría, con toda probabilidad, en algún momento de la Antigüedad, pero los resultados de las investigaciones arqueológicas y las dataciones por radiocarbono arrojan unas fechas en torno a los siglos V-VI, que se corresponde al momento del dominio Sasánida.

También corresponde a los Sasánidas la construcción de fortificaciones en el Cáucaso, por donde, a través de los puertos de montaña, se habían producido tradicionalmente incursiones de nómadas provenientes del norte hacia Oriente Medio. Es probable que los ataques de los misteriosos cimerios, en el s. VII AC hubieran dado lugar al mito bíblico de los pueblos bárbaros de Gog y Magog. Incluso en las hazañas contadas sobre Alejandro Magno (sobre todo en la “Novela de Alejandro”) se hace alusión a estos pueblos, historias que tuvieron muchísima difusión durante toda la Edad Media; parece que la primera versión de ese texto proviene ya del s. III, pero la versión básica se formó en el s. VI, es decir, un siglo antes que las historias del Corán sobre la construcción de las murallas Yajudi y Mayudi por Zu-l-Karneio, denominación que tradicionalmente se asocia con Alejandro Magno.
La inclusión de la historia de Zul-l-Karneio y la construcción de las murallas en el texto coránico indica que el concepto de amenaza por parte de los nómadas del norte ya estaba en la mentalidad de los primeros musulmanes. De hecho, más adelante, y hasta la segunda mitad del s. VII, los árabes continuaron manteniendo las murallas que existían en Rashta, Bujará y Sahsha, es decir, en la frontera entre el mundo campesino agrícola y el de los turcos nómadas.
Las estepas eurasiáticas e Irán han sido escenario de las rutas comerciales que unían China con Europa, y que más tarde pasaron a ser conocidas con el nombre de Ruta de la Seda. Una frontera segura ofrecía la tranquilidad de los establecimientos comerciales y, por tanto, un aumento de los ingresos. A pesar de las tentaciones de los imperios por tratar de extender un control directo sobre las rutas, los diferentes intereses implicados en todos los actores participantes hicieron que todos llegaran a un acuerdo beneficioso.
Esta es la situación que comenzó a tomar forma con la llegada de los árabes y el Califato. Al ocupar el espacio del Irán Sasánida, los árabes tuvieron que comenzar a determinar sus relaciones de interacción tanto con la población local como con las fuerzas políticas de la región. Con Bizancio se mantuvo, debido a las diferencias ideológicas y políticas, un conflicto constante; con los jázaros del Cáucaso se libró una guerra cruenta hasta la llegada de Harún al-Rashid. Por otro lado, las relaciones con los turcos nómadas de Asia Central también fueron tensas, hasta el momento en que se inició una política más pacífica con el objetivo de asegurar la paz en las rutas comerciales. Los primeros intentos tuvieron lugar con la embajada del califa omeya Hisham (724-743); este contacto diplomático tuvo como objetivo al más ardiente enemigo de los árabes, el kagán Suluk, y la intención de asegurar la paz en la zona y, quizá, algún tipo de perspectiva de su conversión al Islam. Sin embargo, Suluk no cedió y continuó siendo un implacable enemigo de los árabes hasta su muerte. Sólo tras la desaparición de Suluk pudieron los árabes empezar a instalarse en las regiones agrícolas de Asia Central.

El cambio de dinastía en el Califato (la sustitución de los omeyas por los abasíes) se tradujo en un período de inestabilidad que sólo concluyó con al-Mamún (813-833). La llegada de éste al poder supuso un verdadero cambio en la trayectoria del Califato; no sólo un cambio político, sino también cultural. Al-Mamún se involucró más en la gestión local, trasladó la capital a Bagdad y, con él, la cultura musulmana se enriqueció con la interacción de las diversas tradiciones que existían en sus dominios, consiguiendo que las diferentes regiones que los formaban se sintieran orgullosos de pertenecer a ellos, aportando cada uno sus particularidades.
Con Al-Mamún, los dirigentes de las dinastías locales y los líderes turcos de Mawernahr (Asia Central) participaban en los consejos de guerra y en la designación de los gobernadores. Es de destacar el caso de Sul-Tegin, líder de la dinastía turca que gobernó el territorio de Gurjand, o Dijistán, que en el año 839 fue nombrado gobernador de Damasco.
Las relaciones entre los turcos nómadas y los agricultores y comerciantes en Asia Central se caracterizaron por el mantenimiento de intereses comunes a lo largo de los territorios por donde transitaba la Ruta de la Seda. Durante el dominio del Imperio Turko, fue la unión de los comerciantes turcos y sogdianos la que comentó la tranquilidad. Para las relaciones con el Irán Sasánida, esta unión también tuvo evidentes efectos positivos, aunque estas relaciones entraban en conflicto con los problemas entre Bizancio e Irán, por lo que en ocasiones los pueblos turcos podían atacar la rutas caravaneras, especialmente a través de la región del Caspio norte.
La llegada de los árabes supuso una ruptura en este equilibrio de relaciones aunque, a la postre, también estos supieron encontrar los puntos de interés común con los pueblos nómadas, llegando a reforzarse el papel de las rutas comerciales. Es posible que los árabes estuvieran incluso más preparados que los persas o los sogdianos para este tipo de cooperación, debido a su propio pasado nómada en la Península Arábiga, durante el cual muchos grupos tribales distintos colaboraban, por ejemplo, en la exportación de incienso a todo el mundo.
El debilitamiento del poder central en el Califato, que comenzó en el s. IX, no supuso un empeoramiento en este tipo de políticas. Las renovadas tendencias del renacimiento del estado iraní no tuvieron demasiado éxito. Y si un representante de la vieja nobleza samánida, Huj b. Abad reanudó la tradición de la construcción de barreras, un sucesor famoso y reconocido, Ismail b. Ajmad (892-907) renunció a fortificar la región que rodeaba a Bujará, con el convencimiento de que mientras él viviera, él sería el muro que defendiera la ciudad. Por tanto, vemos que el esfuerzo por renovar las tendencias de mantener los muros de separación entre los mundos agrícolas y nómadas tuvo corta duración; ya en el s. XII, los habitantes de la región de Bujará llamaban a las ruinas de las murallas “Kempirek”, la anciana.
A pesar de que esas murallas tuvieron aún su función durante la época de Ismail, se demostró que las largas barreras ya no servían como un símbolo de unidad frente a los turcos y su mantenimiento era una cuestión costosa. El verdadero cambio se produjo con la paulatina islamización de los pueblos turcos, que tuvo un avance importante en el Imperio Karakánida. Es sintomático que los contemporáneos no vieran nada extraño en este cambio y reaccionaran con normalidad, como un efecto más de las interacciones que se estaban dando en la región.